No tendría más de diez o doce años la primera vez que puse un pie en la A-1702. Fue en una salida familiar para visitar el nacimiento del Pitarque en uno de esos largos domingos de verano de la infancia. Por aquel entonces, mi conocimiento del mundo más allá de los límites del pueblo era muy limitado: tardes de fiambrera y diversión en agua dulce al compás de las chicharras en la Estanca de Alcañiz, viajes al oculista a Zaragoza y alguna quincena, cada dos o tres años, en Vinaroz.
Desde entonces he regresado en varias ocasiones a esa